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Sam Peckinpah: ‘El perro y  la rabia’

por Pepe Kubrick.

Es curioso aceptar el encargo de escribir un artículo sobre un cineasta como Sam Peckinpah, cuando una de las características del personaje fue precisamente su independencia ante los deseos de los productores. No quiere decir esto que el director de Fresno no haya aceptado trabajos por encargo. Al contrario. Desde su primer largometraje para el cine, “Compañeros mortales” (“The deadly companions”, 1961) hasta el canto del cisne que supuso “Clave: Omega” (“The osterman weekend”, 1983, y película que recuerdo ver en su estreno en España en el añorado Cine Morán de Ponferrada, asumiendo con ello la cantidad de años que se acumulan en mi calendario particular), el bueno de Sam trabajó aceptando proyectos que ponían sobre su mesa a los cuales intentaba dar su visión y versión personal, tan personal que fueron sonadas sus discusiones con productores y compañías. Una guerra abierta que llevó a Peckinpah a ser considerado casi un proscrito de la industria con enormes dificultades para continuar su carrera. Si había una lista negra de directores para las grandes majors, el nombre que la encabezaba era el de Peckinpah, a pesar de que (y a pesar de unos montajes finales sensiblemente distintos a lo deseado por el director) el acabado de sus obras convertía sus piezas en películas que, sin llegar a arrasar en taquilla, sí encontraban un estupendo equilibrio entre crítica y público y, otorgaban a los estudios cierta respetabilidad artística, caso de MGM o la Warner en una época en la que el cine clásico de género parecía languidecer y al que Peckinpah, especialmente en el western, insufló un nuevo aire vital que le convirtió en el mejor exponente de la transición entre el viejo cine clásico y la brutal generación posterior que llegaría para salvar Hollywood encabezada por los Coppola, Scorsese y Spielberg.

Pero, al igual que nuestro protagonista aceptaba de buen grado ponerse al frente de proyectos con los que no le costaba sentirse identificado, en los que un leitmotiv habitual era el del individuo provisto de unos valores personales e intransferibles (no siempre éticos) enfrentado a una sociedad contraria a tales valores, a este humilde escribano no le ha costado nada aceptar la tarea de escribir sobre un hombre de cine que pertenece por pleno derecho a mi educación sentimental. Si en mi primera entrada en esta web amenazaba con mi querencia por los personajes malditos/románticos/idealistas/quijotescos/perdedores, el cine de Peckinpah es un auténtico hervidero de caracteres de tal traza, alcanzando el súmmum absoluto en sus dos mayores obras maestras, donde tanto el William Holden de “Grupo Salvaje” como el Kris Kristofferson de “Pat Garret y Billy el Niño” encarnan el ideal peckinpahiano de “outsider” rebelde e inconformista ante los “tiempos modernos”, encontrando en el final del periodo conocido como el “Viejo Oeste” y la transición entre los siglos XIX y XX en América del Norte, el escenario ideal donde poder desarrollar tales confrontaciones.

Esta dicotomía entre dos mundos no le era ajena al propio Peckinpah, quien se había criado en el seno de una tradicional familia californiana, montando a caballo por el monte y correteando por el rancho de su abuelo. Como diría de él Dustin Hoffman, protagonista de “Perros de Paja” (“Straw Dogs”, 1971), el director era “un pistolero en una era en la que viajamos a la Luna”.

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Pike Bishop, antihéroe peckinpahiano por excelencia

Estaba instalada por tanto esa lucha entre dos tiempos en la propia genealogía de la familia Peckinpah, apellido que inaugura su bisabuelo Charles del original Peckinpaugh, que al parecer gastaba demasiada tinta (pese a ser sólo dos letras más), según asegura Garner Simmons, biógrafo oficial del cineasta en su imprescindible obra “Vida Salvaje”. Los Peckinpah habían vivido el Viejo Oeste llevando una vida de cow-boys y serradores, pero ya el padre de Sam, David, se había dedicado al mundo de las leyes siendo un prestigioso abogado, oficio que conocía por su suegro, Denver Church, a la sazón abuelo materno del futuro director de cine. El propio hermano mayor de Sam, Denver, seguiría también el camino de las leyes, llegando a convertirse en juez del Tribunal Superior de Fresno. Una familia, por tanto, que aunque provenía de una América labrada a golpe de revolver, comprendía el valor de las leyes y la justicia. En el caso de Sam además se daría el caso de aun siendo un enamorado del Viejo Oeste desarrollar la suficiente sensibilidad artística para emprender su carrera cinematográfica, germinando tal sensibilidad con sus comienzos teatrales en la Fresno State College de su ciudad natal, y posteriormente consiguiendo la plaza de director en un teatro de Los Angeles (todo ello tras una breve estancia en los marines, a donde fue reclutado por deseo parental para recibir disciplina) De ahí a la televisión, donde comenzaría realmente a labrarse su carrera como guionista especialmente dotado para eso que ha dado en llamarse “western crepuscular”, con personajes psicológicamente muy ricos desarrollándose en diálogos con una calidad muy por encima de la media del género televisivo de aquellos años. Su firma se puede encontrar detrás de algunos capítulos de “The Rifleman”, popular serie protagonizada por Chuck Connors, y sobre todo hay que recordarle como responsable y creador (lo que ahora llaman “showrunner”) de “The Westerner”, un ambicioso proyecto que fue cancelado tras sólo trece episodios ante la escasa respuesta de la audiencia. Sin embargo la crítica se mostró entusiasmada con aquella teleserie que, ambientada en el Viejo Oeste, demostraba una madurez dramática hasta el momento no vista en un medio tan “ligero” como se presuponía debía ser la televisión, tocando temas como la prostitución o el sadismo y con un lenguaje demasiado fuerte para la época. En la elogiosa crítica al primer episodio realizada por James Powers para The Hollywood Reporter, el analista televisivo reconoce lo chocante que le resultó escuchar al protagonista utilizar literalmente la palabra “damn” (“maldición”, “carajo”, “coño”, “puñetas”, o como lo quieran ustedes llamar) Era 1960.

“The Westerner” le granjeó a Peckinpah merecida fama como joven valor dotado para revivir el género norteamericano por antonomasia. Ya había tenido experiencias cinematográficas como ayudante de otro grande, Don Siegel (incluso se le puede ver en un pequeño papel de la mítica “La invasión de los ladrones de cuerpos”), y más anecdóticamente con Jacques Tourneur (pequeña aparición en pantalla en “Wichita” igualmente), de modo que Peckinpah tenía claro que sus futuros pasos, tras el aprendizaje televisivo (algo que le emparenta con otros nombres de la época), irían encaminados al cine. En su etapa para la pequeña pantalla logra, como hemos dicho, hacerse un nombre, pero también es una etapa crucial para su futuro ya que es en ese medio en el que comenzará a trabajar por primera vez con muchos de los que serían sus actores secundarios más habituales, como R.G.Armstrong, Paul Fix, James Drury, y sobre todo el gran Warren Oates. Oates, a quien yo llamo “los mejores andares del cine”, fue uno de los más grandes actores secundarios del western y policiaco de los 60 y 70, y debe a Peckinpah el gran papel principal de su carrera, el inolvidable Bennie de “Quiero la cabeza de Alfredo García” (“Bring me the head of Alfredo García”, 1974) paradigma de perdedor y anti-héroe en las antípodas de lo “cool”, o precisamente totalmente “cool” debido a eso.

Vestido con un traje blanco en absoluto inmaculado, si no polvoriento y gastado, ataviado con oscuras gafas de sol, pitillo en la boca, y luciendo un viril bigote 70’s, Oates compone un personaje sucio y desalmado que destila asco y compasión a partes iguales. Una bala perdida que encuentra la oportunidad de su vida gracias a una cabeza putrefacta envuelta en un saco a cuyo alrededor se produce la lógica y macabra danza de moscas. Un auténtico paria (es un exiliado estadounidense ganándose la vida tocando el piano en un tugurio de mala muerte en México) que alcanza la cumbre del patetismo en la controvertida escena de la violación consentida que sufre su novia y que tantas interpretaciones puede suscitar, desde quien quiera ver una muestra del machismo recalcitrante de Peckinpah, hasta quien interprete (y me parece más acertado) que la protagonista de la escena toma las riendas de la situación precisamente para salvar al personaje encarnado por Oates. “Quiero la cabeza…” es la sublimación del estilo peckinpahiano, un espectáculo hediondo de sangre, sudor, sexo y plomo. Fue la única película de la que aseguró haber tenido el control absoluto, y el rodaje de la misma debió ser una fiesta mejicana de tequila y fulanas con su gran amigo Emilio Fernández (“El Jefe” en la película, terrateniente que pone precio a la cabeza protagonista de la obra, y que en pleno rodaje se vio envuelto en un tiroteo real con unos matones a la salida de una fiesta organizada por Peckinpah en el local en el que el protagonista se gana la vida tocando el piano al comienzo de la cinta)

Los mejores andares de la historia del cine

Los mejores andares de la historia del cine

Para muchos fue la última obra maestra de Peckinpah, quien a partir de ahí incrementaría su adicción a la cocaína y finalizaría su carrera con títulos alimenticios, de entre los que aun siendo todos disfrutables merece la pena considerar en un aparte su única película bélica, la magnífica “La Cruz de Hierro” (“Cross of Iron”, 1977)

Pero hasta llegar al orgiástico festín de balas bajo el sol que supone “Quiero la cabeza…”, en la que Peckinpah logra tener por primera vez el control respecto al acabado final (gracias a trabajar en este caso para una productora independiente, Optimus Productions, echada a andar por su amigo el agente y productor Martin Baum, quien había sido presidente de la desaparecida ABC Pictures y conocía a Peckinpah desde que el cineasta trabajara para él en “Perros de Paja”), el director de Fresno deja una carrera cinematográfica breve en cuanto a número de filmes pero intensa en cuanto a la calidad y rotundidad artística de los mismos. Conociendo la tumultuosa relación de Peckinpah con los productores y estudios no resulta raro que dirigiese pocos largometrajes en su aproximadamente cuarto de siglo de carrera cinematográfica, lo que resulta llamativo de hecho es que llegase a ser capaz de poner su firma en 14 películas de larga duración. Todo ello pese a haberse labrado una merecida reputación, como hemos afirmado, de certero pulidor de historias que reflejaban como no había hecho nadie desde John Ford la historia del continente norteamericano en sus todavía salvajes y anárquicos años de finales del siglo XIX.

Después del reconocimiento de su trabajo como guionista y esporádico director en episodios televisivos en las series de las que hemos hablado (además de un episodio de “Flecha Rota”, y tres de “Dick Powell’s Zane Grey Theatre”, estos últimos basados en los relatos del famoso escritor de novelas del Oeste del mismo nombre, y el episodio piloto de otro proyecto fallido llamado “Klondike”), a Peckinpah le llegaría por fin la oportunidad de demostrar su valía para la gran pantalla en una experiencia tan insatisfactoria que el propio director siempre ha renegado de su primera película, “Compañeros mortales” (“Deadly Companions”, 1961), película para el lucimiento de Maureen O’Hara, quien había fundado la productora independiente Carousel junto a su hermano Charles B. FitzSimmons para trabajar sin injerencias externas. Peckinpah recibe el encargo gracias a la recomendación del protagonista masculino, Brian Keith, quien había encarnado el rol principal en “The Westerner”. Garner Simmons, biógrafo de Peckinpah, despacha este primer largo en tan sólo cuatro páginas, lo que da una idea de la escasa trascendencia que tiene en la carrera del cineasta. La primera experiencia como director en el cine de Sam Peckinpah resulta amarga en casi todos los sentidos, no siendo apenas respetadas las decisiones de Sam ni respecto al guión, ni al final de la película. La crítica, no obstante, si supo valorar el trabajo tras la cámara de Peckinpah, cuyo valor como joven director seguía creciendo. Por otro lado fue la primera ocasión en la que trabajo con quien sería uno de sus mejores secundarios, Strother Martin.

Con todo el dinero que mueve la industria del ocio, en cine, música y demás disciplinas presuntamente artísticas pero en muchos casos descaradamente comerciales, uno se imaginaría que un directivo de una “major” al menos tendría la decencia de saber un poco de cine y tener una sensibilidad desarrollada después de haber visto unos pocos miles de películas para justificar su desorbitado sueldo. La historia nos ha demostrado cuantas veces esos gerifaltes de traje y corbata la han cagado desde sus despachos arrojando a la papelera geniales manuscritos literarios (recuerden a John Kennedy Toole viendo a todas las editoriales rechazando su “Conjura de los necios”) o despreciando maquetas y canciones de músicos superdotados (Elvis Costello y su peregrinar con discográficas hasta dar con Stiff Records) Al menos al bueno de McManus* le queda el consuelo de verse reconocido uno de los mayores genios del pop de todos los tiempos, gloria que Kennedy Toole no pudo disfrutar en vida. A nosotros nos queda el consuelo del triunfo que otorga el veredicto del tiempo, pero no quita la vergüenza de que haya analfabetos culturales cobrando millonadas como directivos de editoriales o discográficas sin tener la mínima sensibilidad artística.

En el caso de Peckinpah, tropezarse con uno de esos asnos encorsetados supuso un golpe de suerte. Imaginen la escena. Un joven y talentoso director de cine asiste a la proyección privada de su segunda película frente al presidente de la Metro Goldwin Mayer, productora y distribuidora del trabajo. Joseph R. Vogel, jefe de la compañía del león, se queda dormido durante la proyección del film, poniendo a prueba la paciencia de Peckinpah, mientras su montador (el notable Frank Santillo, Oscar de Hollywood en 1966 por “Grand Prix”) trata de apaciguar los ánimos del agraviado director. Una vez finalizada la proyección y cuando las luces de la sala se encienden, el presidente Vogel despierta de su letargo y sin el menor atisbo de vergüenza pronuncia ante Peckinpah y Santillo: “¡Es la peor película que he visto en mi vida!” Daría el bocata de calamares que me estoy zampando ahora mismo por conocer los sustantivos que se le pasaron por la mente al cineasta para definir a aquel ejecutivo prepotente y maleducado, el caso es que el futuro director de “Grupo Salvaje” no se levantó y le propinó un puñetazo en toda la mandíbula al directivo, como hubiera sido de suponer, si no que se tragó su rabia y vio en aquel desagravio la oportunidad de estrenar la película con su montaje deseado, sin tijeretazos ni manipulaciones por parte de la compañía. Sencillamente, Vogel se desentendió de la película. No creía en ella.

De hecho “Duelo en la Alta Sierra” (“Ride the High Country”, 1962) fue estrenada como relleno en programas dobles junto a películas olvidadas como “Los Tártaros” o “Una vez a la semana”. Lo que no pudo prever MGM es que el público prefiriese el western del desconocido director a los platos principales de aquellos programas dobles, de modo que el film de Peckinpah comenzó a funcionar gracias al “boca a oído” y a las elogiosas críticas recibidas, por lo que los estudios tuvieron que admitir su error y acabó siendo reestrenada como evento independiente. Los críticos cinematográficos se rindieron ante esta obra que volvía a consolidar el western con el nuevo tratamiento “crepuscular” que un año antes ya había anticipado Robert Aldrich en la inmensa “El último atardecer” (“The Last Sunset”, 1962) y que alcanzaría grandes cotas en años posteriores, admirando el trabajo de Peckinpah y su mirada sobre dos pistoleros, viejos camaradas encarnados por Randolph Scott y Joel McCrea entregados a un último baile mientras escoltan un cargamento de oro. La película tendría también un buen recorrido internacional, llegando a ganar en Bélgica el Gran Premio del Festival Internacional de Cine (por delante de nada menos que “8 ½” de Fellini) o la Diosa de Plata a la mejor película extranjera en un país al que tan unido estaría Pekinpah en el futuro como Méjico. Nuestro hombre comenzaba a alcanzar un merecido estatus en la industria, pero no era el suyo un impacto inmediato, debido a la ceguera de la MGM con “Duelo en la alta sierra”, por lo que se refugiaría en la televisión, rodando un par de programas para “The Dick Powell Theatre”. El segundo de ellos, “The Losers”, con Charles Boyer y Lee Marvin, consta como el primer trabajo en el que Peckinpah utiliza la que sería una de sus señas de identidad: la cámara lenta. Mientras tanto seguiría esperando la llamada de algún productor cinematográfico para volver a la gran pantalla. No tardaría en llegar.

Jerry Bresler era un productor con cierta reputación (había ganados dos oscars de Hollywood en los años 40 por sendos cortometrajes) que provenía de la MGM, pero que a principios de los 60 se había convertido en productor independiente asociado a Columbia. Tenía sobre la mesa un guión titulado “Mayor Dundee”, sobre la persecución de apaches hasta Méjico por parte de tropas de caballería confederadas y de la Unión ,nada nuevo bajo el sol cuando hay un enemigo común. Que se lo digan a los talibanes afganos cuando combatían contra soviéticos al lado de los marines.

A Bresler le faltaba un director que fuese capaz de ponerse al frente de aquella epopeya, y un buen día que como tantos aficionados estadounidenses fue al cine a ver aquel nuevo western llamado “Duelo en la alta sierra”, y lo tuvo claro: Peckinpah era el hombre.

“Mayor Dundee” es la primera gran producción del director, la primera vez que trabaja con un gran presupuesto y con grandes estrellas en la cima de su popularidad, como era el caso de Charlton Heston y Richard Harris, junto al siempre eficiente James Coburn (éste último en un papel pensado en principio para Lee Marvin) Además contará con habituales secundarios (L.Q. Jones y Warren Oates) y la joven y cárnica austriaca Senta Beger (a la que recuperará una década más tarde junto a precisamente James Coburn en “La Cruz de Hierro”) Era también el comienzo de sus problemas con la industria. Lo que debía ser el despegue definitivo para su carrera, el paso que le convirtiera en el cineasta más deseado por cualquier estudio, significó en realidad su ingreso con letras de oro y en el lugar más alto de todas las listas negras de los productores de Hollywood.

Peckinpah, como John Huston, convertía sus rodajes en auténticas aventuras donde no faltaban las fiestas regadas en abundante alcohol (la gran adicción de Peckinpah durante toda su vida, acompañada de la cocaína en los últimos años de su carrera, cuando su intrínseca vitalidad parecía no bastarle y necesitaba el “empujón” del polvo blanco) Durante el rodaje de “Mayor Dundee” la excusa perfecta fue la necesidad de acudir a México D.F. (el rodaje de la película transcurría igualmente en tierras mejicanas) a la entrega de premios del Festival de Cine celebrado en la capital azteca, donde como ya hemos explicado “Duelo en la Alta Sierra” obtuvo el premio a la mejor película extranjera, de modo que allá se fue Peckinpah con sus inseparables L.Q. Jones y Warren Oates, además de John David Chandler y R.G.Armstrong, todos ellos participantes tanto en “Duelo en la Alta Sierra” como en aquel “Mayor Dundee” que se estaba rodando en aquellos momentos. Peckinpah quiso que todos estuvieran junto a él en aquella gala en la que finalmente resultaron premiados y lo celebraron con un cebollón de aúpa. Fue un momento de alivio, una liberación dentro del infierno que supuso para todo el equipo sacar adelante “Mayor Dundee”… y no sería la última vez que los rodajes de Peckinpah se convertían en auténticas batallas.

el presi de la Asociación Nacional del Rifle y un cafecito bien cargado con Sam

El presi de la Asociación Nacional del Rifle tomando café con Sam

Al respecto de la conocida afición alcohólica de Peckinpah hay que recalcar que pese a eso era un extraordinario profesional y no dejaba que sus melopeas interfirieran en sus planes de rodaje. Frank Kowalski, uno de sus más estrechos colaboradores y amigos (trabajó hasta en cuatro ocasiones con él) tenía una frase que Peckinpah recordaba: “Si nos tomamos la juerga en serio, nos tomamos el trabajo en serio”. Eso no impidió que Kowalski fuera una de las centenares de personas a las que Peckinpah despidió a lo largo de su carrera en los diferentes films en los que estuvo a cargo (llegó incluso a despedir a su propia hija, Sharon, del rodaje de “La Huída”) La facilidad con la que Peckinpah se cargaba trabajadores de cualquier tipo, desde tramoyistas hasta ayudantes de dirección, pasando por cualquiera de los cargos posibles dentro del rodaje de una película es de sobra conocida y ayudó a granjear su reputación de persona difícil y de mal carácter. Cuenta el cineasta y novelista español Gonzalo Suárez (amigo personal de Peckinpah) que Gene Hackman llegó a expresar que “la vida es demasiado corta como para malgastar dos meses con Sam Peckinpah”. Y es que el californiano exigía el 100% de los implicados en sus rodajes, por la sencilla razón de que él mismo se ofrecía de tal modo.

Los problemas que rodearon a la realización de “Mayor Dundee” fueron de toda índole, presupuestarios (se sobrepasó en millón y medio de dólares la estimación inicial de tres millones), logísticos (Peckinpah escogía localizaciones a cientos de kilómetros las unas de las otras para filmar simples escenas de paso, con el consiguiente enfrentamiento que aquello provocaba con el productor Jerry Bresler), o cronológicos (la reescritura del guión hizo que el comienzo del rodaje se retrasase) La reescritura del primer guión era una constante en las películas de Peckinpah, quien desde sus comienzos en televisión ya había demostrado sus dotes como acerado guionista. Independientemente de que se acreditase finalmente como escritor (sólo en cuatro de sus películas se reconoce en tal campo, entre ellas “Mayor Dundee”), la realidad es que en todos sus trabajos metía mano al texto. Resulta comprensible en un cineasta obsesionado con tener el control absoluto de la obra, y hay que reconocer que no se podría entender el cine de Peckinpah sin esos giros emocionales y dramáticos que daba a los guiones que caían en sus manos, huyendo de finales complacientes y buscando la amargura de la realidad de sus antihéroes. En el caso de “Mayor Dundee” Peckinpah retocó aspectos del guión original de Harry Julian Fink para enfatizar la relación entre Amos Dundee (Charlton Heston) y su prisionero/aliado Benjamin Tyreen (Richard Harris), en otra de las constantes en el cine peckinpahiano, las confrontaciones que surgen de ciertos códigos de honor, ya vistas en la anterior “Duelo en la alta sierra” en la que el presunto “villano” Randolph Scott, quien previamente había traicionado a su amigo Joel McCrea, finalmente vuelve a aparecer para salvar a su camarada.

Una de las grandes batallas dentro de toda la guerra que significó “Mayor Dundee” fue la del vestuario. Encargada la tarea en un principio al veterano Tom Dawson, cuyo bagaje incluía a aquellas alturas grandes producciones como “De aquí a la eternidad”, “Los cañones de Navarone” o “West Side Story”, su trabajo para “Mayor Dundee” no convencía a Peckinpah, quien insistió en contratar a Jim Silke, uno de sus estrechos colaboradores, quien por aquel entonces trabajaba para Capitol Records, para que echase una mano esbozando unos nuevos diseños. Silke sugirió unas texturas muy características y costosas que dejasen ver el paso del tiempo sobre los trajes de los soldados. Aquello encareció la producción y acumuló mayor retraso sobre la misma, pero sirvió para darle trabajo al hijo de Tom Dawson, Gordon, un joven de 26 años encargado de envejecer cada uno de los seis trajes que lucían los protagonistas de la película. Gordon Dawson con los años combinaría su trabajo en vestuario con el de guionista, convirtiéndose en otro de los habituales colaboradores de Peckinpah a partir de entonces. Vestir a los numerosos extras mejicanos fue otro de los quebraderos de cabeza a los que se tuvieron que enfrentarse Silke y Dawson.

Finalmente, la guerra entre Peckinpah y Bresler acabaría con la paciencia de los productores, decididos a prescindir del director y buscar otro cineasta para acabar el trabajo. Tendría que mediar Charlton Heston, en su condición de estrella, para dar la cara por el director y conseguir que acabase la película. Eso sí, aquello le costó a Heston su salario, ya que el actor ofreció prescindir de su sueldo a cambio de que no echasen a su director. Un gesto que honra a quien fuera presidente de la Asociación Nacional del Rifle de Estados Unidos.

“Mayor Dundee” no fue el éxito de crítica y público que se esperaba, y personalmente para Peckinpah aquello que iba a significar su ascenso de estatus a la categoría de director estrella, en realidad supuso su particular descenso a los infiernos dentro de la industria cinematográfica. Su fama de problemático y su mal carácter se propagó por todos los estudios estadounidenses. Tardaría cuatro largos años en volver a dirigir, periodo que principalmente dedicó a beber y escribir pensando en proyectos futuros junto a su amigo Jim Silke en su casa de Malibú. Cuatro años hasta que se volviera a poner detrás de una cámara para ordenar aquello de “Sí se mueven… ¡matalos” Y es que Peckinpah volvería en 1969 por la puerta grande, dejando una rotunda obra e impactante obra maestra e inaugurando la mejor época de su vida (al menos a nivel profesional), ya que entre el citado 1969 en el que firma “Grupo Salvaje” y 1974 en el que nos regala “Quiero la cabeza de Alfredo García”, Peckinpah realiza siete películas (contando las dos mencionadas) absolutamente magistrales y todas ellas imprescindibles. Pero eso, amigos lectores, merece una entrada aparte, ¿no creen?

lo mejor estaba por llegar

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Continuará…