Ángeles que brillan al clamor del público, demonios que vuelan desde las cuerdas, el bien y el mal enfrentados en un cuadrilátero tras una máscara.
Pocos espectáculos han conseguido concentrar en las mentes de sus seguidores la entrega que denota la lucha libre mexicana, un deporte que ocupa la cuarta posición del ring de los más populares de México, un espectáculo a medias entre el deporte y el arte que tiene como Santo Grial la máscara de luchador, el principal símbolo de la lucha libre mexicana.
LUCHA LIBRE MEXICANA
PRESSING CATCH
Ponte una máscara y te sentirás más fuerte. Eso defiende el hijo de quien en 1933 creó la primera máscara de lucha libre mexicana, Don Antonio Torres, el sastre de los luchadores mexicanos.
Otorgue o no superpoderes, lo cierto es que desde que el hombre tiene conciencia de sí mismo la máscara ha sido una de sus más fieles compañeras, una compañera de mil rostros con quien esconder su verdadera identidad, una compañera independiente que no duda en acudir a la llamada de su amo cuando este la necesita.
Esta es la historia de las máscaras de lucha libre mexicanas, la historia de un talismás de poder a medias entre la fiebre del espectáculo y el misticismo sórdido que se ha convertido en el principal símbolo de un deporte que atraviesa todas la barreras imaginables.
Hypocrytes, del griego: el que vive y habla detrás de una máscara
El primer luchador enmascarado
Por extraño que parezca el primer luchador enmascarado no fue mexicano, sino estadounidense. Su historia es confusa, y existe información contradictoria respecto a su origen. Por lo general se comenta que el primer luchador en ocultar su rostro con una máscara fue «El Ciclón» Mackey, en 1933. Pero lo cierto es que existen referencias anteriores a éste, las de Jim Atts y The Mascked Marvel (1917).
Corría el año 1933 cuando Don Salvador Lutteroth Gonzáles visitó Texas. El motivo del viaje no era otro que recoger ideas sobre el pressing catch para posteriormente aplicarlo a la empresa que tenía entre manos, una liga de lucha libre mexicana, la EMLL. Allí quedó asombrado al descubrir a un joven luchador de 27 años que se movía con extrema agilidad, su nombre era Corbin James Massey, conocido en el mundo de los cuadriláteros como el Ciclón Mackay.
El empresario fichó al Ciclón sin dudar y ese mismo año debutaba en tierras mexicanas. No obtuvo victoria, y tras la derrota decidió encargar una máscara para cubrir su rostro en los combates. Por entonces Don Antonio Torres, sastre de profesión, se dedicaba a fabricar botas de lucha libre para los competidores con muy buena reputación. Ciclón Mackey no dudó en encargársela a él. Pero la primera máscara resultó un fracaso, se movía y era muy fácil de arrebatar por los adversarios.
A los pocos meses Ciclón volvió a la sastrería de Antonio Torres para probar nueva fortuna, sabía que si alguien tenía que fabricarlas solo podía ser él, y el sastre se lo tomó como un reto personal. Aplicó la misma metodología que usaba para fabricar botas de lucha, y tomó así 17 medidas distintas de la cabeza del luchador. El resultado fue todo un éxito que pasó a la historia como la primera máscara de lucha libre méxicana, una técnica que se conserva todavía a día de hoy.
En 1934, en el Arena Moreno, actual Arena de México, se dio un combate de lucha libre. En el ring un luchador esperaba a su contrincante, y en las gradas el público aclamaba a gritos al rival. Fue así, entre el clamor de la grada y el misterio, como El Ciclón Mackey apareció ante el asombro de los espectadores luciendo una máscara de lucha que escondía su rostro, la máscara que le dio el nombre de La Maravilla Enmascarada. Ese día la lucha libre mexicana tomaba su propio rumbo. Empezaba así la historia de las máscaras de lucha libre libre mexicana, una tendencia que se convirtió en doctrina y que generó uno de los espectáculos más prolíficos de la historia chicana.
Lucha libre mexicana, un combate entre el bien y el mal
Por superficial que parezca, la profundidad de la lucha libre mexicana excede los cálculos de los más sofisticados sociólogos. La serie de combates que comenzó en 1933 continúa sin interrupciones a día de hoy, un síntoma que tiene fácil explicación: le encanta a las masas populares. Un clamor por un espectáculo que sobrepasa todo tipo de canon estético y todo un ejemplo de emulsión cultural que reconstruye el visionario social de un país a golpe de folcrore y misterio.
La lucha libre mexicana surge durante los años 30 después de que Don Salvador Lutteroth Gonzáles viajase a EEUU. Allí presenció una serie de combates entre hombres que interpretaban la escenografía de la lucha olímpica cuerpo a cuerpo bajo una pequeña dosis de ambiente clandestino, ya que, si bien la lucha clásica no permitía golpes directos, la lucha libre incorporaba todo el morbo de las peleas rudas a base de cabezazos y puñetazos.
El interés de Salvador Lutteroth por este espectáculo lo llevó a exportar este tipo de lucha a México el año 1933, año en que se inaugura la lucha libre en ese país, y fecha desde la cual no se ha interrumpido ni un solo combate.
Es inevitable no pensar en la lucha libre mexicana sin los enmascarados. Sin duda, la máscara se ha convertido en un símbolo internacional de este deporte, y raro es quien no vincula lucha libre mexicana a una máscara.
La máscara te permite cambiar de identidad, la protege y la trasciende, la empodera y eleva a través del misterio hasta convertirla en mito. La máscara se apodera de su portador como si tuviera vida propia y congela su rostro en una expresión estática, a veces solemne, a veces amenazadora, y otras trágica. Esta es la esencia que de los antiguos guardan las máscara de lucha libre mexicana, la esencia del mito.
Los años gloriosos, los 50.
Se conocen los años cincuenta como los prolegómenos de lo que luego sería la edad de oro de la lucha mexicana. Para entonces ya existía una embutida lista de luchadores característicos que nutría de personajes el universo y escenografía de la lucha libre, y cada uno con su máscara.
La interminable lista de luchadores recuerda, si no supera, a la liga de súper héroes de marvel: Ángel blanco, Black Shadow, Blue Demon, Tarzán López, Rey Mendoza, El Santo, El Rayo de Jalisco, Huracán Ramírez, Cabernario Galindo… La lista es interminable.
Entre los luchadores enmascarados se encuentra el bando de los técnicos y el de los rudos, que recrea la eterna batalla librada entre el bien y el mal.
Los luchadores técnicos representan el bien, el juego limpio, las reglas y el cumplimiento. Por otro lado, los rudos, en este caso el mal, escenifican el juego sucio, la improvisación, valores bajos y falta de ética. Y es en esa disputa encarnizada donde se desarrolla el eterno y complejo juego de por quién apostar. Finalmente el bien siempre vence, pero nada sería sin la complejidad de los rudos enmascarados.
El combate más intenso y trágico en la lucha libre mexicana es el de máscara contra máscara, un duelo en el que el perdedor se ve despojado de ella delante del público, un momento que para muchos supone el fin de la carrera del luchador.
Nadie duda del poder místico que la máscara otorga a quien la porta, ni tampoco existe duda sobre el hecho de que se ha convertido en el signo de identidad de la lucha libre mexicana: un espectáculo para muchos, un circo para algunos, y un estilo de vida para pocos.
«No soy más que un fiel servidor de la justicia y el bien», El Santo.